
En 2018 fueron 24 libros. En 2019 fueron 25. Antes no llevaba la cuenta de cuánto había leído en 1 año, pero sí sabía que pasaba mucho tiempo en redes sociales, especialmente Facebook. Hoy todavía paso buena parte de mi tiempo en Twitter y YouTube, y subo fotos a Instagram, pero hoy soy menos dependiente que en ese entonces y eso es un gran avance.
Los motivos por los que me alejé de Facebook los expliqué en otros posts en su momento, pero aunque hoy sigo siendo usuario activo, no se compara el tiempo que pasaba de 2017 para atrás con lo que paso hoy. Me alejé básicamente porque yo mismo me di cuenta de que el tiempo que pasaba allí adentro no era normal. Facebook, al ser practicamente una Internet paralela de la que no hace falta salir, comenzó a absorver gran parte del tiempo que pasaba al frente del celular, y todo esto era posible por la dopamina que se libera en nuestro cuerpo cada vez que vemos una notificación nueva o en que bajamos en el Feed de noticias sin nunca encontrar un final. Se trata del mismo efecto sobre el cerebro de apostar, fumar o drogarse: es placer sin hacer el mayor esfuerzo.
En paralelo a todo eso, comencé a ser más consciente de cómo gastaba mi tiempo. Si bien desde pequeño leía libros, nunca me interesó cuántos leyera en 1 año. Durante el colegio y la universidad me acompañaban textos que tenía que leer porque sí. Mientras tanto, también leía blogs, foros y noticias. O cuando llegaba a un consultorio médico, tomaba cualquier revista que tuviera en frente y me ponía a leerla.
Hace casi 10 años, llegaron los celulares de forma masiva, y comenzamos a pasar más y más tiempo con ellos de una forma quizás muy inocente, pues al cabo de unos años nos vemos a nosotros mismos pasando horas y horas que antes dedicábamos a otras cosas. Y cuando se apaga la pantalla nos vemos a nosotros mismos sin hacer nada. De ahí que el nombre de la serie Black Mirror haga referencia a un espejo negro, que no es nada más que nuestro reflejo en el celular, nuestra relación con la tecnología.
De vuelta a lo análogo: el trabajo
Debemos reconocer que no podemos vivir sin la tecnología, así como tampoco podemos vivir sin el consumo. Necesitamos tecnología y necesitamos consumir bienes, productos y servicios, por más que vivamos en medio de la nada. Necesitamos ropa, un lugar donde dormir, divertirnos y acceder a cosas básicas como luz, agua o electricidad. Aunque queramos vivir lejos de todo, vamos a necesitar llegar allá de alguna forma, y lo más seguro es que no sea caminando.
El problema, más allá de que seamos seres vivientes en una sociedad de consumo, está en la línea que separa la tolerancia del abuso. Somos consumidores y necesitamos sí o sí de unas cosas mínimas. Algunos optamos más por una, que de otra cosa, y otros infelizmente acaban abusando.
Quisiera hablar del abuso relacionado con el lado opuesto del consumo: el trabajo. Todos necesitamos trabajar. Vendemos nuestro tiempo a cambio de dinero que necesitamos para comprar cosas. Hay quienes, por un lado, tienen suerte y trabajan de lunes a viernes 8 horas por día y ganan lo suficiente para vivir en buenas condiciones. Pero por otro lado, hay otros con menos suerte que ni siquiera tienen un trabajo. Buscaron tanto sin encontrar nada, que se resignaron a la calle y a la miseria al no estar lo suficientemente cualificados. En medio de estos extremos están los que trabajan para alguien que abusa de ellos.
Hoy, a pesar de que la esclavitud está «prohibida», sabemos que hay niños trabajando en fábricas en sudeste asiático. Sabemos de inmigrantes que van ilegalmente a Europa o Estados Unidos a trabajar en pésimas condiciones por salarios por debajo del mínimo. Sabemos las condiciones bajo las cuales se fabrica un iPhone. Esas condiciones han llevado al suicidio de trabajadores de Foxconn, fabricante de Apple. Las tasas de suicidio eran tan altas en 2010, que solo lograron reducirlas instalando mallas para que nadie de botara desde los edificios. Tampoco nos olvidemos de los 300 trabajadores textiles que murieron en un incendio en una fábrica de ropa en Bangladesh en 2012.
Todos estos casos son de gente que trabajaba porque le tocaba. Nadie en su sano juicio escogería trabajar en condiciones de esclavitud moderna. Pero ni siquiera tenemos que ir tan lejos para llegar a estos extremos. Es solo pedir un Uber o pedir algo en Rappi, para que llegue alguien que trabaja en eso porque le toca. En São Paulo hay un hombre en silla de ruedas como entregador de UberEats, cerca del 1% de los entregadores de iFood en Brasil tiene alguna deficiencia e inclusive un entregador de Rappi llegó a morir tras esperar 2 horas por un pedido de ayuda.
El abuso de estas plataformas funciona de forma psicológica. Si por un lado todas estas plataformas están avaluadas por varios miles de millones de dólares y son llamadas cariñosamente de unicornios por todo lo que valen, lo cierto es que todas delegan la parte más sensible de su operación a contratistas autónomos y mal pagados que no tienen ninguna motivación de trabajar para ellos. Al final, no tienen ningún vínculo laboral con la empresa. Deberíamos hasta tener cuidado con las palabras que utilizamos para que quede claro que son trabajadores independientes (al menos las personas que aparecen en el sitio web de Rappi parecen ser felices).
Al respecto, el documento S-1 que presentó Uber antes de su IPO reconocía:
“As we aim to reduce Driver incentives to improve our financial performance, we expect Driver dissatisfaction will generally increase.”
[«Mientras buscamos reducir los incentivos de los conductores para mejorar nuestros resultados financieros, experamos que su satisfacción disminuya.»]
Derechos laborales: trabajador vs. empresa
En un mundo civilizado, un empleado tiene derecho a salud, pensión, vacaciones, un límite de horas de trabajo por semana, descanso, entre otros beneficios. Hay quienes dicen que tener un trabajador es muy caro, y lo usan como justificación para saltarse todos los derechos de un empleado. Agregan que tener una empresa no es fácil. Y nadie está diciendo que lo sea, pero nada puede justificar un mal trato a un trabajador. Y con mal trato nos referimos a daño físico y psicológico.
Cae muy bien aquí la historia de Susan Fowler (vídeo de arriba), una ex ingeniera de Uber en San Francisco, que vivió en primera persona el acoso sexual y abuso laboral por parte de colegas de trabajo e incluso sus propios superiores, sin que la empresa para la que trabajaba moviera un solo dedo. Todo comenzó con mensajes privadas de su propio jefe, haciéndole insinuaciones sexuales, lo cual se repitió varias veces con otras mujeres. Internamente el ambiente de la compañía era tan competitivo, que esto era visto como algo normal. Lo que para muchos era normal, se acabó volviendo un ambiente tóxico que solo salió a la luz el día en que Fowler, ya trabajando para otro compañía, optó por compartir un post en su blog en el que contaba lo que había sido un año muy extraño trabajando para Uber. A comienzos de 2020 (solo hace unos días mientras escribo este post), la historia completa apareció en el libro Whistleblower: My Journey to Silicon Valley and Fight for Justice at Uber, escrito por Fowler.
Este tipo de empresa se jacta de tener ambientes descontraídos, con videojuegos, sin Dress Code, mesas de Ping-Pong, comidas y bebidas gratis, sin horarios de entrada o de salida. La empresa da todo al empleado para que este sienta que está en un lugar increíble para trabajar, pero rara vez este se cuestiona si necesita de una vida por fuera de la oficina. Al final, allí ya lo alimentan, tiene amigos y está ocupado todo el tiempo, que serían los motivos por los que uno se preocuparía por tener una vida por fuera del trabajo.
En Brasil se viralizó entre 2019 y 2020 la historia de los empleados de la Livraria Cultura, una de las librerías más reconocidas en todo el país. Conocido como pacto por la mediocridad, vino después acompañado de un último grito de socorro, se trataba del testimonio en primera persona de los abusos de los que sufrían sin derecho a decir nada: despidos masivos, recortes de salarios, pagos atrasados. En una ocasión, una empleada inconforme porque nadie daba la cara para explicar cómo eran calculados los salarios, envió un email a todos los empleados de la empresa levantando ese cuestionamiento. Al final del día, todos los que habían respondido a ese email habían sido despedidos. Al final, cuentan los relatos de los empleados, eso acabó creando una cultura de miedo en la empresa.
Hay quienes odian a los sindicatos y acusan a los sindicalistas de «acabar con las empresas», pero debemos reconocer que históricamente la relación entre empresas y empleados ha estado tan marcada por abusos como los que menciono en este post, que el sindicato acaba siendo el único lugar al que el trabajador puede acudir para pedir ayuda. No nos olvidemos que el comunismo se cayó en Polonia gracias a un sindicato…en seguida se cayó en el resto de Europa del Este.
El problema es que un sindicato muchas veces resulta siendo tan corrupto como un partido político, y eso no es que ayude mucho. En ese escenario, con un sindicato totalmente desacreditado, y a merced de sus propios patrones, lo único que nos queda es a nosotros mismos reconocer en qué momento estamos dentro de la normalidad o dentro del abuso.
Quise comenzar este post con una situación de nuestra vida diaria como es el uso de tecnología y redes sociales, para que cada uno sea consciente de si le da un uso normal o exagerado a lo que no debería ser más que una herramienta de comunicación. Podemos aplicar la misma lógica para el trabajo. En tiempos de recesión y bajo crecimiento económico, abundan las oportunidades que se venden como ser tu propio jefe, que al final del día en realidad acabará siendo reemplazada por un algoritmo o por una empresa con todo el potencial para abusar. Con suerte, acabaremos teniendo un trabajo común y corriente en el que nada de esto exista.