
I lost my baby to a foreign war (…). She was searching for salvation in the things you buy
Brandenburg Gate – Anti Flag
Una economía globalizada; un barril de petróleo en Rusia; y un galón de gasolina en nuestra propia ciudad. Todo está conectado. Y nuestra «libre» y «eficiente» economía de mercado depende de ello.
El petróleo ruso era un caballo de Troya, decía Umair Haque en un texto titulado Is This World War III?, en el que hacía una radiografía para defender la idea de que estamos viviendo una tercera guerra mundial que empezó en el momento en el que Rusia logró desestabilizar las principales democracias de occidente: Estados Unidos, con la elección de Donald Trump, y la Unión Europea, con el Brexit. Ambos episodios, saboteados por los servicios de inteligencia rusos. El petróleo sería un caballo de Troya que permitió – entre otras cosas – que el precio de los combustibles y el gas que consumimos en este lado del mundo dependieran de lo que cuesta un barril de petróleo en Siberia.
Los oligarcas rusos y Putin
Saquearon a su propio país cuando cayó la Unión Soviética; llevaron su dinero a otros rincones del planeta; compraron el Chelsea en Londres y pusieron a circular su dinero en apartamentos de lujo, yates e inversiones en el mundo occidental. Era lo que prometían la globalización y el libre mercado, que en el libre mercado cualquiera se podría volver rico. Eran la democracia y prosperidad que nos prometían si caían la Unión Soviética y el muro de Berlín. Pero Abramovich – dueño del Chelsea – no es nada al lado de otros oligarcas más cercanos a Putin, dueños de compañías petroleras, bancos, oleoductos, medios de comunicación, etc. Ese era el caballo de Troya al que se refería Haque: nuestras economías dependiendo del dinero ruso.
Una vez el caballo de Troya fue entregado, había que desestabilizar al enemigo. En el libro El Último Imperio, escrito por el profesor y especialista en historia de Ucrania Serhii Plokhy, el autor cuenta que – cuando Putin llegó al poder – era consciente de que el poderoso Imperio Ruso había caído al menos dos veces a lo largo de la historia: una en la revolución bolchevique en 1917, en que el Partido Comunista Soviético se hizo con el poder; y otra a inicios de los años 90 cuando la Unión Soviética fue desmantelada. Bajo la mano de Putin, Rusia no se podía dar el lujo de caer por tercera vez.
Para mantenerse en el poder, Putin tuvo que buscar una alianza con los hombres más ricos de su país, como explicamos una vez aquí en el blog:
Los magnates rusos son los únicos que tienen los recursos financieros para poner un presidente en su lugar. Uno de ellos lo intentó: Mijaíl Jodorkovski, que en 2003 era el hombre más rico de Rusia, fue condenado por estafa y evasión de impuestos. Su pecado fue financiar partidos de oposición y manifestar abiertamente que se oponía a que los servicios de seguridad y los militares tuvieran tanto poder. Jodorkovski llegó a ser la 16° persona más rica del mundo según la revista Forbes. Como si se tratara de una escena de El Padrino, cuenta el libro Alerta Roja de Bill Browder, vinieron los demás millonarios que estaban detrás de la lista a arrodillarse ante Putin y le preguntaron qué tenían que hacer para que a ellos no les pasara lo mismo — La élite del atraso (septiembre de 2020).
El fin de la Unión Soviética y la consolidación de la inteligencia rusa
Aun con la Unión Soviética desmantelada, Rusia seguía siendo una de las 5 potencias con asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU; tenía poder militar y armas de destrucción masiva. Estados Unidos fue muy ingenuo cuando – tras el fin de la guerra fría – creyó que la nueva Federación Rusa adoptaría la democracia y el libre mercado, y que esto sería suficiente para tenerlos de su lado. La tan ansiada prosperidad que la propaganda occidental nos había prometido a lo largo de la guerra fría nunca llegó, ni siquiera con el fin del bloque soviético.
Mientras la Unión Soviética se desintegraba, el territorio ruso estaba a punto de balcanizarse, como en efecto sucedió con los países de la antigua Yugoslavia. Fue el caso de Chechenia, que al igual que Ucrania buscaba su propia independencia. Uno de los motivos por los que a occidente le convenía que la Unión Soviética siguiera existiendo era que el país no entrara en una guerra civil, con todos los territorios buscando separarse de Moscú.
Cuando estalló la guerra contra el terrorismo, Rusia y Putin se pusieron por una vez del mismo lado de Estados Unidos al reconocer a los chechenos como una amenaza terrorista semejante a los responsables del 911. Putin era uno de los primeros líderes mundiales en solidarizarse con Estados Unidos.
En medio de decisiones políticas y económicas, Rusia iba metiendo un caballo de Troya al otro lado del antiguo muro de Berlín sin que nadie se diera cuenta. El dinero, el petróleo y el gas entraban como tentáculos en Europa. El paso siguiente lo darían los servicios de inteligencia rusos, que mantuvieron intacto su poder tras la caída de la Unión Soviética. Y es que tras el fin del Partido Comunista Soviético, más allá de que hubiera un Presidente y un Parlamento, quien se haría con el poder serían el Ejército, los servicios de inteligencia y la KGB, de donde venía Putin. Esa estructura no sería desmontada de la noche a la mañana, mucho menos 30 años después. Sería lo que aseguraría en el poder a Putin, uno de los suyos.
El mundo en estado de alerta, ¿retrocedimos 1 siglo en el tiempo?
Y así llegamos a 2022, casi un siglo después del inicio de las dos guerras mundiales y todavía nos estamos cuestionando si los nazis son los malos de la historia (hay neonazis en el conflicto Rusia-Ucrania, a propósito). Los servicios de desinformación rusos, que estuvieron al servicio de las campañas de Donald Trump y del Brexit, nos hacen dudar sobre ideas tan absurdas como estas, escudándose en un falso derecho a la libertad de expresión totalmente por fuera de lo que enseñarían en cualquier facultad de comunicación.
Todo esto nos recuerda un poco al dilema de Karl Popper de que nosotros como sociedad tolerante no podemos tolerar a los intolerantes. De lo contrario, cuando los intolerantes lleguen al poder, acabarán con los tolerantes, que fue lo que pasó en Alemania después de 1933. Son unos «defensores de la libertad de expresión», aplastando a todos aquellos que piensen diferente, porque «es un derecho consagrado» que debe ser respetado. Era lo que defendía Jair Bolsonaro cuando decía que las minorías se debían curvar ante las mayorías.
El YouTuber brasilero Monark fue cancelado a comienzos de 2022 por afirmar en un programa en vivo y al frente de 2 diputados que los nazis deberían tener derecho a tener su propio partido, como si se tratara de un derecho similar a otros como el derecho a la vida, a la salud o a la educación. Monark hizo oídos sordos cuando le recordaron que un derecho tenía límites cuando la vida de otro se ponía en riesgo, que fue lo que pasó en la Alemania Nazi.
Los libertarios y anarcocapitalistas tienden a pensar que la libertad de expresión debería ser irrestricta y que el Estado no se debería entrometer bajo ningún motivo. Todo el mundo debería tener derecho a decir lo que se le antoje, incluso si la vida de otros está en riesgo. Según ellos, el «libre mercado» de las ideas se va a encargar de que las peores ideas dejen de circular, pero fue justamente lo contrario que sucedió con la ascensión del nazismo y el fascismo antes y durante la segunda guerra mundial en Alemania e Italia, respectivamente. El libre mercado de las ideas siempre estuvo equivocado.
Para unir los puntos entre lo que pasó hace 1 siglo con lo que estamos viviendo en 2022, lo que estamos viviendo no es exactamente una guerra mundial. Eso solo lo dirá el tiempo. Pero mucho de lo que está pasando no es muy diferente de lo que fue en ese entonces, en que Hitler, su partido y seguidores se atribuyeron el derecho divino de desaparecer judíos, comunistas y personas de otras razas, así como de apropiarse de territorios extranjeros como fue el caso de lo que son hoy Polonia y República Checa, como parte de un proyecto supremo que muy pocos estaban llamados a entender y que nadie debía cuestionar. Es lo que intenta hacer Putin con Ucrania al negarle el reconocimiento otorgado tras el fin de la guerra fría.
Comencé este post con un fragmento de una canción de Anti Flag: I lost my baby to a foreign war (…). She was searching for salvation in the things you buy. La población civil muriendo en Ucrania está siendo sacrificada en nombre de los valores de occidente. ¿Putin es el malo de esta historia? Seguramente, pero occidente con Estados Unidos, Europa y la Otan no son precisamente los héroes.
Imagen: Colin Poellot