Hace unos años, en las facultades de comunicación, se enseñaba el concepto de la web 2.0 en las clases de comunicación digital y quizás se llegaba a mencionar el tema en teorías de la comunicación. Esto último es poco probable. Yo mismo no recuerdo una sola mención. Las más conocidas teorías estudiadas por alumnos de comunicación y periodismo hacían referencia a los medios masivos de comunicación, sobre cómo viajaba un mensaje de un punto A a un punto B por medio de diferentes canales, como la televisión, la radio o la prensa hacia la opinión pública.
Fue de hecho por medio de estos canales tradicionales como las personas se informaron durante gran parte del siglo XX. Los primeros mundiales de fútbol se escuchaban por radio. Las novedades de la segunda guerra mundial aparecían en los diarios. Y la guerra del golfo en los años 90 fue uno de los primeros conflictos que llegó a todos los rincones del planeta por televisión.
Esto era lo que estudiábamos los estudiantes de comunicación hace unos 10 años. Dudo mucho que hoy sea diferente, a pesar de que conceptos como las redes sociales, las FakeNews o el ClickBait hayan aparecido en el radar en años más recientes.
Si antes hablábamos de noticias y las había de mil y un categorias diferentes tales como periodismo deportivo, político, económico, cultural o de opinión; hoy las noticias son solo una porción minúscula de lo que circula en Internet, el medio más masivo de todos. Y ojo porque me refiero exclusivamente a lo que podríamos considerar como noticias reales.
A su lado, en redes sociales nos vamos a encontrar con memes, vídeos cortos, Stories, posts de blogs y tweets, solo por mencionar algunos de los cientos de contenidos que hay circulando en este momento. Y piensen que Vine murió y Tumblr está en cuidados intensivos.
Pocos imaginaban que lo que inició como la web 2.0 con la posibilidad de cualquier persona con una conexión a Internet para compartir algo desde un archivo de hipertexto se iba a convertir en el escenario comunicacional que tenemos ahora, en el que sendas investigaciones periodísticas de meses de trabajo tienen que competir con memes por unas milésimas de segundo de atención en la pantalla de un celular de alguien. Con suerte alguien da click y lee hasta el final.
Lo que en su momento comenzó como el empoderamiento de las audiencias para poder compartir cualquier cosa en blogs se fue diversificando hacia otras plataformas que permitían compartir contenidos más específicos. De los blogs en Blogger y WordPress de mediados de la década pasada, pasamos a crear contenidos más fáciles de digerir en Twitter con solo 140 caracteres o en Tumblr con nada más que un GIF. Luego vinieron los vídeos en YouTube y las imágenes en Flickr. Años más tarde, solo iba a bastar tener un celular con cámara y 4G.
Todas estas plataformas nacieron inicialmente en los computadores de escritorio. Sin smartphones aún, se fue creando el camino para que años más tarde nos acostumbráramos a que el lugar para ver fotos fuera Instagram. Para vídeos, YouTube. Para música, Spotify. Y para comunicarnos con nuestros amigos y familia fueran los productos de Facebook.
El éxito de todas estas plataformas estuvo en que personas comunes y corrientes podíamos crear contenido y consumir el de otras. En un estado más avanzado de esta misma lógica, podríamos inclusive consumir el resultado de trabajo de otras personas desde aplicaciones, como es el caso de cualquier conductor de Uber. No muy diferente de lo que hacemos con los autores de libros que leemos en Amazon.
Así fue como en cuestión de años Internet se convirtió un lugar en el que pasamos de comunicarnos vía correo y chats a compartir cosas menos personales con todo el mundo a través de blogs, fotografías y vídeos. Hoy llegamos a un estado en el que hacemos transacciones reales. Compramos ropa y electrodomésticos que nos llegan a la puerta de nuestra casa, sin tener que ir a un centro comercial. Reservamos la estadía de un viaje por Airbnb, usando el celular o compramos pasajes aéreos sin acudir a una agencia de viajes.
Evidentemente, la mayoría del dinero circulando aún no está en Internet todavía. Los centros comerciales, cines y supermercados siguen estando llenos los fines de semana. Seguimos teniendo restaurantes, droguerías y tiendas de ropa. A pesar de que lo único que desapareció de la faz de la tierra fueron los Tower Records y los Blockbuster, podríamos decir que el mundo ahí afuera es muy parecido a como era hace 20 años.
No obstante, también podríamos decir que una pequeña porción de lo que antes se compraba físicamente está hoy disponible en Internet. Así, los archivos de hipertexto que dieron paso a los primeros contenidos publicados en Internet de los años 90 hoy son literalmente mercancías que se pueden comprar y vender en sitios de e-commerce. Empresas como Amazon, Linio, Mercado Libre y Walmart invierten millones de dólares en las plataformas de anuncios de Google y Facebook para comprar milésimas de segundo de atención de clientes potenciales. Al final del día, cualquier persona con una tarjeta de crédito está en condiciones de comprar productos por Internet. Solo hace falta recordarles la necesidad por adquirir aquel producto que estamos intentando venderles.
Y es que incluso antes de que decidamos comprar cualquier cosa por Internet, ya existe un intercambio en el que entregamos atención para consumir contenidos. Todas las aplicaciones que hay instaladas en nuestro celular podrían ser consideradas como contenido, y cuando más tiempo pasemos usando cada una de ellas, más valor tendrán. Es por eso que Instagram y WhatsApp fueron compradas por Facebook y el motivo por que Apple tiene una valuación tan alta. No es ni siquiera por el costo de los productos, porque todo lo que ofrece Facebook a sus usuarios es gratis. Inclusive, más allá de que el iPhone y un MacBook sean carísimos, es la experiencia del usuario la que cuesta miles de dólares, y es el motivo por el que pasamos horas viendo la pantalla de nuestro celular.
Y cuanto más tiempo pasemos en una plataforma u otra, más se valorizan estas empresas, más caros pueden vender sus productos publicitarios y más dinero tienen para mejorarlos. Es un círculo vicioso que nosotros mismos alimentamos.
Es por todo esto que somos adictos a las notificaciones. Puede que estemos haciendo algo productivo como leyendo un libro, pero basta solo una notificación de nuestro celular para que paremos todo lo que estemos haciendo y veamos que en realidad solo se trataba de una aplicación que se actualizó. Y es que a nuestro cerebro le gusta la novedad. Por eso es que no paramos de desplazarnos para abajo en el Feed de Instagram. Porque queremos ver más y más, lo cual libera dopamina, que también es liberada con el consumo de drogas, de cigarrillo, de alcohol y las apuestas.
Hace poco más de un año fui consciente de esto y desinstalé Facebook del celular. Si lo quería usar, iba a tener que acceder desde el navegador en Android, donde la experiencia no es tan buena, o esperar a tener un computador de escritorio al frente.
Antes de esto pasaba por lo menos 2 horas al día en Facebook. Con dos horas al día se puede hacer muchas cosas. Me propuse leer 24 libros en un año, y al menos logré la meta de 12 en el primer semestre de 2018. Y en realidad me ayudó mucho comenzar a ser consciente el tiempo desperdiciado en el celular.
Mientras dedicaba menos tiempo a Facebook y a Instagram, que también lo desinstalé hace unos días, me di cuenta de que quería compensar a mi cerebro con otras aplicaciones como YouTube y Twitter. Ahora dedico gran parte de mi tiempo a ver vídeos en YouTube y a informarme de lo que está pasando en tiempo real en Twitter. Aun así, el tiempo es menos al de cuando me levantaba y Facebook era lo primero que abría. A ver qué me pude haber perdido mientras dormía. No es el mejor escenario, pero es mejor que el de hace 2 años.
¿Hacia dónde nos está llevando la evolución del contenido?
Hace poco más de una década que apareció la posibilidad de compartir ideas personales en formato de texto, mejor conocidas como blogs, que ni siquiera sabíamos si alguien estaba leyendo. Era como lanzar una botella con un mensaje adentro al océano.
Justo cuando hacíamos la transición de los computadores de escritorio a los Smartphones, los formatos se fueron diversificando hacia plataformas en las que era más fácil crear y digerir contenido, pues ahora teníamos celulares conectados a Internet las 24 horas del día. Para crear algo solo hacía falta saber tomar una foto o escribir cualquier cosa. El botón de compartir estaba a unos pocos clicks de distancia.
Una vez compartido, lo más seguro era que recibiéramos un par de Likes, notificiones y dopamina para nuestro cerebro. Y lo íbamos a querer hacer de nuevo. Y las empresas detrás de los productos que usamos todos los días lo sabían. Y no iban a escatimar recursos para que nuestra experiencia fuera cada vez más adictiva.
Pasará un tiempo para que las facultades de comunicación enseñen esto en las clases de teorías de la comunicación. Aunque quizás esto solo pase cuando se empiece a hablar sobre la web 2.0, que ya se quedó en el pasado.