
Boot Stamping on a Human Face, traducido como una bota aplastando un rostro humano, fue una frase usada por George Orwell para describir el distópico mundo de 1984, un mundo sin libertades individuales ni sueños. En este universo todos son vigilados por el Gran Hermano y no existe la libertad de pensamiento. La obra, lanzada poco después del fin de la segunda guerra mundial, en 1949, era una crítica a gobiernos totalitarios y anti democráticos, como fue el caso específico de la Unión Soviética y las repúblicas satélite de la Europa del este.
Décadas después, Bad Religion lanzó una canción con el mismo nombre:
“You can’t win; think it over again
I can’t win; look at the trouble I’m in
We can’t win and we’re stuck here together
Yeah, I hope it will last forever.”
Un diálogo de resignación ante la impotencia de poder hacer algo por un futuro mejor.
Ciertamente, Orwell no fue el único en proponer mundos distópicos que nos advirtieran que las cosas podrían ser mucho peores. Pensemos, por ejemplo, en series como The Man of the High Castle o Handmaid’s Tale, ambas ambientadas en mundos inclusive más cercanos al nuestro que el del propio 1984.
Si por un lado tenemos un mundo paralelo en el cual los nazis ganan la segunda guerra mundial (trailer con subtítulos en español arriba), por otro lado tenemos una sociedad controlada por un Gobierno teocrático y anti democrático que basa todas sus decisiones en la Biblia (trailer abajo). Si en una obra el pueblo judío y la raza negra son perseguidas, en la otra, son las mujeres las que no cuentan siquiera con el status de ciudadanía. De eso tratan The Man of the High Castle y Handmaid’s Tale, respectivamente. Libros convertidos en series de televisión hace poco.
La posibilidad de pensar en mundos mejores, sin embargo, está también al alcance de todos, y es a lo que nos invita el mundo en este momento de COVID-19. Podemos ser pesimistas, pensar que todo está perdido, que la economía nunca se va a recuperar, y que todos tendremos que pagar por ello. Pero también podemos ver el otro lado: de lo que salga de todo esto, tenemos la posibilidad de construir un mundo mejor, opuesto al propuesto por Orwell. En esta ocasión quisiera hablar del futuro de nuestras grandes ciudades a partir de lo que estamos viviendo.
Migración y ciudades
A lo largo de los últimos 200 años, nuestras grandes ciudades vieron un crecimiento exponencial de personas que, viviendo en el campo, se iban a buscar mejores oportunidades de trabajo en las fábricas. Había también quienes iban de un país más pobre hacia otro más rico en busca de un futuro mejor. Esto se acentuaría en los periodos post guerra en la primera mitad del siglo XX.
A modo de referencia, en 1800 la ciudad de París contaba con una población de 546.000 habitantes. 100 Años después, ese número sería de 2,7 millones. Creció casi 5 veces.
De esta forma, muchas personas pasaron de vivir de la tierra en el campo a vivir de las industrias en las fábricas. Nace así una clase trabajadora y las ciudades se empiezan a poblar por personas que, más que trabajar y dormir, tenían derecho a divertirse en las grandes metrópolis. Al fin y al cabo, ganaban dinero para ello.
Esto en su momento dio origen a espacios físicos en los que las personas pudieran pasar su tiempo libre, como es el caso de parques, galerías, museos, cines, tiendas, etc. Y esto, de forma muy resumida, es lo que explica la composición estética de nuestras ciudades, que desde entonces no pararon de crecer.
Al respecto, Gilles Lipovetsky, en el libro La Estetización del Mundo, habla de cómo durante todo este período todos los productos que hacían parte de nuestra vida cotidiana fueron adquiriendo un aspecto cada vez más estético que funcional, que es lo que décadas después se acaba convirtiendo en el consumo exagerado que mueve al mundo de hoy. Consumimos productos por como se ven y no por lo que hacen. No necesitamos de un teléfono funcional que haga y reciba llamadas, sino de uno que se vea agradable ante los ojos cuando alguien lo esté sosteniendo con las manos. ¿Les suena familiar?
Esta misma lógica del consumo se acabaría aplicando a la estética de las grandes ciudades y a sus espacios.
Efecto gentrificación
Con cada vez más personas siendo atraídas por los encantos de las metrópolis, que prometían tenerlo todo a cambio de trabajar duro, era solo cuestión de tiempo para que las ciudades se empezaran a saturar. Cuando esto pasó, las ciudades se empiezan a expandir hacia sus alrededores hasta llegar a ciudades aledañas o de forma vertical hacia los cielos. Es lo que pasa con ciudades como Nueva York, Tokyo o São Paulo, que literalmente no tienen más espacio para dónde seguir creciendo.
Las alturas son infinitas para seguir acomodando gente. Siempre hay espacio para más edificios.
Pero el espacio físico no es como el dinero, que se puede crear y acumular de forma infinita. El espacio físico en las ciudades es limitado. Esto es lo que vimos en la última década en San Francisco, en Estados Unidos, donde la presencia de empresas de tecnología atrajo a muchos profesionales con los salarios más altos. Para el año 2018, un hogar de San Francisco ganaba un 74% más que la media nacional, mientras que una casa costaba 4,4 veces más.
Bajo este contexto, son normales las guerras entre estas empresas por quitarle el mejor talento a las otras a cambio de salarios más y más altos, lo que va inflando el costo de vida. Esto provocó que el metro cuadrado para quienes llevaban generaciones viviendo allí y que no tenían un trabajo en las grandes empresas se volvió impagable, y muchos se tuvieron que ir. Empezó a vivir más gente en la calle, en vehículos u oficinas, inclusive. Teníamos en 2015 la historia de un ingeniero de Google que optó por vivir en un vehículo dentro de un estacionamiento tras darse cuenta de que pagar $ 2.000 dólares por un alquiler era quemar el dinero.
Muchos de los que se quedaban tenían que buscar un segundo o tercer trabajo, lo cual potenció el crecimiento de servicios como Uber o de Amazon, que requieren mano de obra barata y poco cualificada, ya fuera para manejar o para hacer entregas. Al final, no todo el mundo tiene la preparación para trabajar como empleado de un gigante como Google, Uber o Facebook.
San Francisco vio una gran explosión, pero algo así vimos en otros lugares del mundo. En Nueva York, Barcelona y Berlín lo sintieron también. Quizás no en las mismas proporciones, pero sí con los mismos efectos a mediano plazo. A esto se le conoce como gentrificación, y es cuando a raíz de la inversión inmobiliaria y construcción en barrios y ciudades se empieza a encarecer el costo de vida para quienes siempre han vivido allí. De un momento para otro, se vuelve imposible comprar alimentos o pagar la renta.
Berlín, por ejemplo, una ciudad que durante 50 años estuvo dividida por un muro, siguió estando marcada con un lado más rico y otro lado más pobre. Al final, la República Democrática Alemana al lado Oriental dejó de existir justamente por falta de recursos. Lo que pasa después de 1989 en ese lado de Alemania es que muchos alemanes se fueron hacia el lado occidental, donde hacía décadas se habían desarrollado industrias que generaban empleo. En la película Goodbye Lenin podemos ver cómo uno de los personajes deja la universidad para irse a trabajar a un Burger King al otro lado de la ciudad.
Al final, Berlín nunca fue una ciudad de grandes industrias. Inclusive las grandes empresas alemanas no están concentradas en unas cuantas ciudades, sino en muchas a lo ancho y largo del país. Esto hizo que el efecto de personas queriendo ir a Berlín tardara más de lo normal y que los que siempre habían vivido allí no se sintieran expulsados por los precios.
Pero en los últimos años, con el lado occidental de Berlín casi que ocupado por completo, no queda más que el lado oriental por ocupar. Al final es más barato, pero en algún momento los costos de arriendo y vivienda empiezan a elevarse a una velocidad que los propios residentes no pueden darse el lujo de pagar, lo que además acaba teniendo un fuerte impacto en la estética de la ciudad. La que en algún momento fue una de las capitales mundiales del socialismo corre el riesgo de convertirse en la próxima Ibiza.
(des) Gentrificación
En América Latina estos efectos no se llegaron a sentir de forma tan agresiva, pero podríamos decir que se siente en barrios muy específicos de las grandes ciudades. Barrios en los que todo el mundo quisiera vivir. En el caso de Bogotá esto pasa con los municipios en los alrededores de la ciudad como Chía, Facatativá, Mosquera, donde las personas tienen cerca zonas industriales con trabajo y un estilo de vida más tranquilo que el de la ciudad. A nivel barrios, podríamos hablar de La Candelaria, Chapinero o Santa Bárbara, entre otros, que sufrieron grandes cambios arquitectónicos e inmobiliarios en las últimas décadas.
En São Paulo es lo que pasa con Vila Madalena o Santa Cecília. Son barrios en los que hasta hace poco era posible encontrar costos de vivienda pagables, pero en los que poco a poco se vuelve imposible vivir. Pero a diferencia de ciudades norteamericanas o europeas como mencionábamos más arriba, aquí el efecto se siente en barrios muy puntuales. No llega a haber un efecto para toda la ciudad todavía. Al final, no estamos hablando de San Francisco.
Mientras el costo de la vivienda no paraba de subir barrio a barrio o ciudad a ciudad, el COVID-19 vino para deshacer ese efecto en cuestión de meses. Más allá de que la comunidad científica encuentre una vacuna a mediano plazo, hay un efecto que no se puede detener, y es que muchas empresas se dieron cuenta de que no necesitaban supervisar a sus empleados durante 8 horas diarias, 5 días a la semana, para que hicieran bien su trabajo. Muchas de las labores se podían hacer sin salir de casa, donde muchos prefieren pasar más tiempo con sus familias, dedicar más tiempo a cosas personales, descansar o por el simple hecho de no entrar en el transporte público 2 horas al día.
Es cierto que no todos los trabajos se pueden hacer desde la casa. Pensemos en el caso de fábricas, call-centers o la construcción. Estas industrias no sufrirán cambios de la misma forma. Otras que dependen del comercio físico, como los centros comerciales, seguramente vean grandes cambios, en la medida de que muchas personas se acaben dando cuenta de que no necesitaban ir personalmente a comprar lo que necesitaban, sino que lo podían pedir todo por Internet. Rappi, iFood, MercadoLibre, Uber, Amazon, etc. Hay una lista enorme de servicios que aceleraron aún más ese proceso.
Pero para todas las demás profesiones, que realmente no dependen de estar físicamente en el lugar, veremos grandes cambios. Empresas de tecnología como Facebook, Google o Twitter, que les advirtieron a sus empleados que no hacía falta que volvieran a la oficina. Su trabajo lo podrían hacer desde sus casas y muchos se empezaron a ir a otras ciudades, donde podían vivir en lugares más cómodos por un menor precio. En algunos casos habrá renegociación de salarios, pero aún así será más conveniente el costo-beneficio. Y este es solo el comienzo. Como sabemos, el ecosistema de Startups es infinito y las empresas se van a dar cuenta de que pueden contratar más empleados por el mismo valor si los buscan en otras ciudades o países.
Otras empresas, y conozco varios casos, optarán por entregar sus oficinas o dejarlas solo para reuniones. El costo de una oficina puede ser mejor invertido en mejoras salariales para los empleados, y estos contarán con más tiempo libre, ya sea para dedicar al trabajo o para cosas personales. Es una inversión en la productividad de la empresa como un todo, y los propios empleados lo pensarán 2 veces si seguir trabajando en una empresa que nos les da esta autonomía de trabajar desde cualquier lugar.
Esto último es lo que ya hacían algunos freelance o autores de blogs de viajes (a propósito, si quieren saber más, mi tesis de maestría fue sobre este este tema. En este post pueden saber más).
Y con la no necesidad de volver a pisar una oficina en la medida en que hagamos bien nuestro trabajo, muchos se cuestionarán la real necesidad de vivir en una ciudad cara. ¿Por qué vivir en una ciudad impagable cuándo podría irme a vivir a una ciudad menor o a la playa y pagar la mitad en alquiler por un lugar el doble de grande, mientras mantengo el salario y la posibilidad de ir a la ciudad a cada cierto tiempo? Habrá otros temas como el tránsito o la inseguridad que entrarán a tener peso en estas decisiones.
Son preguntas que nos empezaremos a hacer cada vez más en los próximos años meses.
Esto, y ya para concluir, va a traer dos efectos positivos, y es a los que hacía referencia más arriba cuando hablaba de pensar en mundos mejores. Por un lado, las grandes ciudades dejarán de tener aumentos absurdos en el costo de vida para quienes han vivido allí toda la vida. Con más y más gente yéndose a vivir a ciudades menores, al campo o a la playa, donde de todas formas van a poder seguir trabajando de forma remota, los costos de vivienda y arriendos van a ser más pagables para quienes opten por querer seguir viviendo en la ciudad. Tendremos ciudades más amigables con quienes realmente quieran vivir allí.
Por otro lado, quienes se vayan de la ciudad a buscar costos de vida más baratos. Por ejemplo, alguien viviendo en una casa en la playa tendrá un estilo de vida más tranquilo y pagará mucho menos de lo que estaba acostumbrado a pagar mientras vivía en la ciudad por un espacio minúsculo.
Esto, al mismo tiempo, creará una nueva rutina de personas visitando la ciudad (¿una vez a la semana?). Así como viajamos a la playa o al campo los fines de semana, las entradas a la ciudad se bloquearán por gente queriendo vivir la ciudad un par de días. Ir a restaurantes, bares o eventos que no van a tener en sus pequeñas ciudades. Todo esto es lo que yo llamo de (des) gentrificación.
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Imagen: Hernán Piñera