Daniel Afanador en Sao Paulo, Brasil.

Vivir en otro país y salir de Colombia fue algo que quise desde los 16 años cuando fui a Alemania. 8 Años después de un viaje que cambió por primera vez mi manera de ver el mundo, llevo 10 meses viviendo en Sao Paulo, Brasil. Y esa es la pregunta que me hacen siempre que conozco a alguien nuevo:

— ¿Cuánto llevas aquí?

— ¿10 meses? Desde enero

— ¿Es tu primera vez?

— Sí

— Hablas bien portugués

— Aprendí antes de venir

—[…]

—[Continúa la conversación]

Ese diálogo que repito varias veces por semana tiene por detrás todo lo que significa para mí estar viviendo en Brasil. Recuerdo que, mientras aprendía el idioma, estaba permanentemente recordándome que si yo estaba en Colombia en ese momento era porque allí estaban las herramientas que necesitaba para salir del país. Ese curso — que me tomó 10 meses terminar — era la herramienta que, además de darme una beca, me dio las bases de todo lo que necesitaba para sobrevivir en medio de una cultura que, aunque es muy parecida a la colombiana por el simple hecho de que somos países hermanos y con una historia hasta parecida, no deja de ser ajena para alguien que viene de afuera.

Familia, amigos y comida

De izquierda a derecha, mi hermano Jairo y mis primos Diego y Juan Diego en Brasilia durante la Copa de 2014

Esos cambios culturales son percibidos más cuando uno vive en otro país por un período considerable de tiempo y logra comparar el lugar donde uno estaba antes y donde está ahora. Son ojos diferentes a los de un turista. Desde que viví en Estados Unidos he pensado que lo que uno más puede llegar a extrañar es a la familia, a los amigos y la comida. Por el lado de la familia, afortunadamente existe Skype y hoy es posible comunicarse con otro país a precios muy bajos. Aun así, eso no compensa el no poder reunirse con la familia de vez en cuando y verlos en persona, algo muy común en Colombia.

Los amigos, es cierto que uno puede montarse en un avión y hacer amigos en cualquier lugar del mundo, pero no por eso uno no deja de extrañar a las personas que han estado más cerca de uno en algún momento de la vida. Son los amigos más cercanos — los mejores amigos — con los que uno suele armar un plan o irse a tomar una cerveza cuando no hay nada que hacer, a los que uno realmente llega a extrañar. Siempre he pensado que por fuera de ese círculo no tiene por qué importarme la demás gente.

Así pues, los primeros amigos que uno puede hacer en otro país no están atados a uno por lazos tan fuertes. Muchos son personas que uno apenas llegará a ver un par de veces. Otros estarán aquí por varios meses y regresarán a su país, y al final son muy pocos los que se quedarán a vivir aquí para siempre y con los que uno podrá llegar a entablar una relación de largo plazo. Es, pues, una lástima que uno conozca gente increíble todas las semanas, pero que varias de esas amistades lleguen a ser pasajeras. A lo que habría que sumarle el hecho de que los brasileros — al menos en Sao Paulo — son muy cerrados respecto a su círculo social. Aunque puedan llegar a ser muy amables cuando uno los conozca la primera vez, es difícil llegar a ser parte en algún momento de su círculo social, a lo que uno tiene que buscar otras formas de conocer gente.

En cuanto a la comida, aunque no es algo tan trascendental, ya que alimentos de todas formas uno va a encontrar en cualquier supermercado, es extraño ir de compras y no encontrar productos que para uno en Colombia son tan comunes como arepas, chocolate, plátano verde o pan rollito, entre otros, que si bien puede que se lleguen a conseguir, algunas veces hay que hacer un esfuerzo monumental apenas por dar con alguien que alguna vez haya comprado.

Con solo unas pocas semanas en Brasil, fue un cambio tan drástico el que sentí, que no veía el momento de tener vacaciones o de que alguien de mi familia viniera a visitarme. Poco a poco, empecé a adaptarme, lejos de la familia, los amigos y la comida, y entendí que iban a estar lejos por un largo tiempo, hasta que terminé aceptando la realidad, y entendiendo que podía sobrevivir lejos de casa por más de 1 año y medio que todavía me quedaba. Además, empecé a recordar las razones por las que llegué acá: era un sueño cumplido, y empecé a traer de nuevo todas las cosas buenas que me motivaron a venir acá: esa idea de que el mundo es demasiado grande y mi ciudad, demasiado pequeña como para quedarme en ella para siempre, que el día en que me vaya de aquí empezaré a lamentar muchas cosas que pude haber dejado de hacer y que mi tiempo aquí seguramente sea limitado.

Estoy ahora en un momento en el que quisiera quedarme a vivir aquí, al menos por un tiempo después de acabar mis estudios, aunque para eso falte todavía más de 1 año. De nuevo, tratando de redescubrir las razones por las que llegué aquí, me di cuenta de algo y es que si quise salir del país fue por tratar de revivir o al menos buscar experiencias similiares a las que tuve cuando viví en Washington, hasta ahora la mejor época de mi vida. Aunque no las he encontrado, en los 10 meses que llevo aquí, me di cuenta de otra cosa: la razón verdadera por la que quise irme de mi país fue porque cuando te vas de viaje y regresas, que fue lo que me pasó cuando viví en Estados Unidos, todo en tu casa, tu ciudad, tu familia, tus amigos (y hasta la comida), todo está exactamente igual (Post-Trip Depression). El que cambió fuiste tú y es probable que no te vuelvas a sentir tan cómodo contigo mismo y con lo que te rodea a como te sentías antes de haberte ido. Aprender todo esto es el valor de vivir lejos de casa.

La foto fue en la Copa de 2014 en Belo Horizonte con mi hermano Jairo y los amigos de Thomas, una familia en otra ciudad que me acabó adoptando: