
El odio circula entre nosotros. Lo hace de forma mucho más fluida que la solidaridad. Es más fácil convencer a alguien de que todos sus problemas son causados por una ola de inmigrantes, que de hacerlo ver que podría ayudar a ese mismo inmigrante.
El odio aprovecha la ignorancia que tenemos sobre asuntos complejos para insertarse en nuestro lenguaje. Personas que no tienen la intención de ser malas acaban repitiendo expresiones como que los pobres quieren todo regalado, los sindicalistas acaban con las empresas, la comunidad LGBT quiere acabar con la familia tradicional, los inmigrantes nos quitan los trabajos o que los indios son perezosos, etc. Todas, frases vacías sin un milímetro de profundidad.
Luego estas mismas expresiones son repetidas por quienes llegan a cargos de elección popular a definir políticas públicas para todas esas minorías. El presidente de Brasil Jair Bolsonaro se refería a los indígenas como si no fueran seres humanos: el indio cambió. Está evolucionando. Cada vez más el indio es un ser humano igual a nosotros. En otras declaraciones se refería a las reservas indígenas como si fueran zoológicos, donde los indígenas serían algo cercano a animales.
Luego uno va y mira y el mismo Bolsonaro o su Ministro de Medioambiente no movieron un dedo para detener los incendios en el Amazonas y el Pantanal brasilero, territorio indígena desde hace siglos. Por el contrario, el asunto se minimiza y explota políticamente contra grandes potencias como Estados Unidos o Francia para despertar un sentimiento de nacionalismo: Brasil por encima de todo, lema usado por Bolsonaro desde su campaña presidencial.
Y esto despierta sentimientos de odio, que luego se extrapolan hacia otros grupos considerados diferentes. Siempre es más fácil señalar al diferente, que reconocer que hay problemas estructurales desde hace siglos, y que va a tomar décadas en solucionar.
Uno de esos problemas es el racismo. Hay quienes creen que las comunidades afrodescendientes son más pobres solo porque son perezosos y no les gusta trabajar. Pasan por alto siglos de esclavitud y explotación violenta, y suponen que el fin de la esclavitud implica una reparación automática, como si ninguna marca quedara para la posteridad.
Ya pasó más de un siglo desde el fin de la esclavitud, y esta vino seguida de regímenes de segregación y appartheid, legal en algunos países o de forma tácita en otros lugares.
En Sudáfrica, hasta los años 90, la ley les otorgaba más derechos a los blancos que a los negros. No podían votar o compartir los mismos espacios: edificios, barrios o playas. En Estados Unidos, antes de la Ley de los Derechos Civiles en la década de los años 60, también había segregación entre blancos y negros en lugares públicos y no estaba garantizado el derecho al voto universal. Todo esto solo terminó gracias a marchas y boicots de la comunidad negra.
Brasil es un caso particular porque no hay una ley explícita respecto a que el racismo y la segregación estén permitidos, pero está muy presente en la estructura de la sociedad. Tengo amigos que fueron a alguna universidad privada y que nunca en toda su carrera compartieron el mismo salón de clases con un negro. Ellos no son racistas. Se trata del propio sistema que les impide a ciertos grupos minoritarios acceder a ciertas oportunidades. Con las mujeres pasa algo similar cuando empresas las dejan de contratar porque «podrían quedar embarazadas», porque denuncian acoso sexual o cuando el propio Estado les impide acceder a abortos seguros.
Llevamos siglos discriminando a quienes son diferentes, y ni siquiera el hecho de que la ley lo prohíba puede acabar con el problema. Siempre quedarán cicatrices, un resentimiento por parte de quienes se victimizan por que el otro haya ganado unos derechos mínimos y lo exteriorizan con violencia. Son estos supremacistas blancos, neo-nazis, Klu Klux Klan, partidos de extrema derecha (alt-right), ultraconservadores y hasta evangélicos que se niegan a ver el mundo como es, y lo ven como les gustaría que fuera: una clase privilegiada y otra que le tiene que servir a esta.
Son muchos tipos de discriminación, y no las podríamos abordar todas en un solo post. Por eso quisiera llamar la atención de dos de ellas: xenofobia en Colombia y sinofobia, sentimiento de odio contra la cultura China. En el caso de este último, se trata de un país gobernado por un Partido Comunista. Esto permite que el uso político que se le da a este odio tenga una mayor escala en un mundo post-guerra fría. Algo similar pasa con Venezuela. Los venezolanos, víctimas de xenofobia en Colombia, son estigmatizados por la política interna de su país.
¿Son racistas los colombianos?
Quisiera resaltar aquí el hecho de que una parte de los colombianos sea racista, xenófobico, homofóbico, intolerante, etc. y ni siquiera nos demos cuenta de ello. Rivalizamos de forma poco saludable con las otras regiones dentro de nuestro propio país y sacamos pecho por la nuestra.
Esto está muy presente en la cultura del fútbol. Un bogotano no puede ver a un paisa. Un barrista lo querría muerto. Un cántico de los Comandos Azules, una de las barras bravas de Millonarios de Bogotá, celebra 3 décadas después la muerte de uno de los ídolos de Atlético Nacional, destacando su lugar de procedencia: «Andrés Escobar, paisa hijueputa ya no existe más», paisa en referencia al lugar de origen de Escobar. El canto del himno de Bogotá por el resto de la hinchada, incluso la menos radical, incluye un saludo a la bandera que no es normal en otras hinchadas. Y al mismo tiempo, todas las demás regiones odian a los bogotanos y viceversa.
Pongamos esta situación en contraste con algunas hinchadas de equipos alemanes que se declaran antifascistas y progresistas, como es el caso del St. Pauli (vídeo de arriba), o todo lo contrario, racistas como la del Hansa Rostock, Dynamo Dresden o Borussia Dortmund. Entre estos dos extremos, ¿de cuál estaría más cerca un barra brava de Millonarios? En eso me avergüenza compartir el mismo equipo con estos individuos que se creen de raza única.
Si bien en Colombia no todo el mundo se comporta así, sí se trata de un comportamiento oculto en algunas personas arribistas o de clases muy pudientes (el famoso ‘usted no sabe quién soy yo’). Alguna vez en un bus, saliendo del aeropuerto de Bogotá, me senté al lado de un argentino que empezó a hablar por teléfono. Una mujer que estaba sentada en la silla de adelante lo empezó a imitar en voz alta en tono de burla. Cuando el hombre le pidió respeto, esta lo llamó de ridículo. Nos cuesta entender que hay gente que habla español diferente a nosotros o que las personas en otros lugares del mundo tienen rasgos físicos diferentes. He escuchado relatos de mujeres brasileras que se sentían señaladas en la calle en Bogotá por ser rubias.
Y ahora que Venezuela pasa por una crisis humanitaria y muchos han tenido que huir, los que llegan a Colombia son el conejillo de indias de quien quiere sacar provecho político de la situación. Hace poco, la alcaldesa de Bogotá Claudia López hizo una desafortunada declaración según la cual los altos índices de criminalidad eran culpa de inmigrantes venezolanos.
Que eso lo diga una persona común y corriente, no pasa nada, pero que ese tipo de declaración sea dada por el segundo cargo de elección popular más importante del país, que tiene los micrófonos de todos los grandes medios de comunicación, es de una irresponsabilidad tremenda. Hay quienes creen a ciegas en su político de turno y lo llevan a la acción. Esto puede generar violencia así la intención de la Alcaldesa no haya sido esta. Y esto lo debería saber ella como parte de la comunidad LGBT, que sufre de los mismos preconceptos.
Era lo mismo que hacía el ex Presidente Uribe. Él literalmente no declaraba públicamente que persiguieran a los miembros de la oposición de su Gobierno, pero casualmente a todos los que se refería como aliados del terrorismo acababan siendo parte de seguimientos de los servicios de inteligencia del Estado, amenazados o exiliados.
Que todo esto sea una invitación a nuestros gobernantes a ser más prudentes con lo que dicen y a nosotros como ciudadanos a tener criterio de que quizás estemos siendo utilizados para los fines políticos de alguien.
Sinofobia: el nuevo odio hacia China
Cuando se acabó la guerra fría y desapareció la Unión Soviética, Estados Unidos buscó nuevos enemigos. Teníamos la guerra contra las drogas ya desde los años 80, y en 2001 llegó la guerra contra el terrorismo. En ambos casos no había, como con la Unión Soviética, un país con territorio propio al cual culpar sobre todos nuestros problemas.
Si bien se podían culpar a los carteles del narcotráfico, a organizaciones terroristas y a países aliados del terrorismo como Irán, Corea del Norte, Cuba o Venezuela, no había un sustituto de lo que fue la Unión Soviética. China no lo era porque se trataba de uno de los prinicipales socios comerciales de Estados Unidos.
Pero el Gobierno Trump revivió ese odio hacia la cultura china. En 2011, Trump ya afirmaba que China quería destruir a los Estados Unidos, y no dudaría en usar este miedo con fines políticos. Según Trump, China les quitaba los empleos a Estados Unidos, ignorando que fueron las propias corporaciones norteamericanas las que optaron por reducir costos y mandar su mano de obra a China. A ellas nadie las obligó, y amenazar a China no iba a traer de vuelta esos trabajos.
Luego vinieron las peleas con Huawei y TikTok por cuestiones de seguridad nacional y finalmente vino el COVID-19 en 2020. Ahora no había dudas: China quería destruir a los Estados Unidos y había creado un virus de alcance mundial para hacerlo.
Trump sembró unas semillas de odio y estas florecerán cuando este deje la presidencia. Hoy puedo hablar del odio hacia China que veo en Brasil. La base bolsonarista, el diputado Eduardo Bolsonaro y el Canciller Ernesto Araujo son parte de ese grupo que, similar a Trump, culpan a China de todos los problemas del mundo. Hace poco Eduardo Bolsonaro acusó en Twitter a China de espionaje con su tecnología 5G. Horas después el hijo del presidente borró el tweet y armó una crisis diplomática con el mayor socio comercial de Brasil.
El daño ya estaba hecho. La base bolsonarista se agarra de este tipo de declaraciones para mantener con vida sus grupos de WhatsApp y redes de FakeNews, mejor conocidos como la máquina del odio, tema del que pueden leer más en este post. Divulgan frases vacías como que no se van a aplicar una vacuna que fue desarrollada en China, promoviendo de paso al movimiento anti vacunas.
Por suerte Brasil tiene una tradición de recibir inmigrantes de todo el mundo y los propios brasileros no caen en el juego de atacar a otro por que se vea diferente. Eso no ha llegado a pasar con ciudadanos chinos. Hasta el momento es algo más presente en el lenguaje de estos grupos de extrema derecha, sin llegar a agresiones físicas, pero con el histórico que hay contra personas negras no se debería ver como algo imposible.
La conciencia negra
El día de la conciencia negra de este año en Brasil estuvo marcado por la muerte de un hombre negro de 40 años por parte de un guardia de seguridad de un Carrefour en Porto Alegre, al sur de Brasil. Una fecha que debería servir como reflexión sobre la inserción del negro en la sociedad brasilera logró su cometido este año con la desgracia de que tuvo que morir alguien para darle visibilidad al problema. Mil días atrás había sido Marielle Franco, una concejal de Río de Janeiro, negra y de la comunidad LGBT (3 minorías en una sola persona).
Los negros son los que más mueren de manos de la policía (8 de cada 10) y los que menos acceso a oportunidades tienen en Brasil, el último país en abolir la esclavitud a finales del siglo XIX. Como si no fuera suficiente la deuda histórica que tenemos como sociedad con ellos, deben vivir con el miedo permanente de que su vida acabe de un momento para otro solo por ser diferentes. Un miedo con el que los blancos no tenemos que vivir.
Imagen: Victoria Pickering